Vuelve el buen tiempo. Vuelve el sol y ese calorcito al mediodía. De nuevo vestimos colores y, parapetados tras las gafas, nos echamos a las calles a ver y a ser vistos, a pasear y ver qué hay de nuevo.
Pero con ello comienza una batalla. Contenida pero descarnada. Negada pero real. Buscamos un hogar para las próximas horas. Aquel que una vez conquistado pasará a las próximas generaciones de amigos. Y del que sólo nos desahuciarán por falta de fondos... ¡buscamos terraza!.
Puede llevarnos un tiempo, pero lo conseguiremos. Hay momentos de flaqueza, llegamos a amenazar con desistir y tomar algo dentro. Ver a aquella pareja con el periódico, el suplemento y un cuenco para el perro nos hace de verdad creer en las virtudes de levantarse al alba.
¡Pero lo logramos!. ¡Encontramos mesa!. No creo que influyesen las miradas largamente sostenidas a los anteriores propietarios, a los que sólo nos ha faltado ponerle nuestra chaqueta en el regazo. Ya podemos recostarnos, remangarnos y aperitivear mientras disfrutamos del primer sol en la cara y de la primera brisa en los tobillos.
Pero... de repente una claridad te ciega, pese a las polarizadas, notas que deslumbras y no es la luz reflejada en la mesa... eres tú.