Principios de noviembre. Un sol como una pelota y 28ºC es lo que nos espera al llegar.
Bakú. Salgo del avión y lo primero que siento es una bofetada en las fosas nasales: el aire huele a petróleo. De camino al hotel, en la minivan que nos han enviado, diviso por las ventanillas los pozos de extracción que se elevan aquí y allá. Para unos europeos esto es algo tan exótico como las cebras en Kenia.
Unos minutos más tarde, al rodar por la ciudad, se advierte en sus calles el efecto de los petrodólares reconvertidos en las mejores marcas de moda y joyería internacional: no falta ni una. Nadie quiere quedarse sin su trozo del pastel. Lo sabían, todos. En cambio, nosotros hemos tenido que mirar tres veces el mapa para ubicar exactamente la ciudad.
Nos instalan en un pedazo de hotel que queda en las Fairmont Towers. Son, al menos por ahora, los edificios estrella de la city. Al anochecer aparecen envueltos en led y proyectan tres llamaradas de fuego sobre la ciudad, honrando a las de los pozos petrolíferos que tanta bonanza les ha traído. ¡¡El resultado nos encanta!!