Una buena parte de los secretos que destilan las principales ciudades del mundo tiene lugar en sus taxis. Sabemos que cada una tiene su propia idiosincrasia en la materia: los de París son probablemente los más detestados del planeta, porque hay pocos, son caros y sus chóferes suelen ser bastante impertinentes. En Londres son casi impracticables por sus precios atmosféricos, pero subirse a un cab negro de vez en cuando supone un pequeño viaje a otro tiempo. Los taxis de Madrid, más allá de sus particulares perfumes, respiran un toque medio casposo medio folclórico retratado como nunca por Almodóvar en "Qué he hecho yo para merecer esto". Y luego están los de Nueva York, elementos consustanciales al imaginario de la ciudad y encumbrados como motivo cinematográfico por directores como Scorsese o Woody Allen.
Los taxis, sobre todo por las noches, son pequeños teatros con ruedas donde las escenas duran el tiempo de un trayecto. Discusiones, confidencias, magreos, negocios, gritos, llantos y alegrías: la función empieza con la bajada de bandera y termina con bipbip del taxímetro. Por eso los taxistas tienen algo de historiadores y testigos de los pulsos de una época. Son los ojos y los oídos de lo que pasa en las calles, de ahí que tengan también algo de confesionario.